La Estación de Gessler: Un Viaje al Corazón del Pasado
Un Encuentro en la Ruta 6: La Estación Solitaria
Es un día soleado, pero el frío muerde mi piel mientras recorro la Ruta 6, el tramo que une Loma Alta con Gessler, en el corazón de Santa Fe. De pronto, la veo. Allí, al borde del camino, como un faro perdido en un mar de asfalto, está ella: la vieja estación de ferrocarril de Gessler. Solitaria, fuera de lugar, pero firme, como un centinela que guarda los secretos de un tiempo que ya no existe. Sus muros desgastados parecen susurrar historias, resistiéndose al olvido, invitando a quien pasa a detenerse y escuchar.
La estación no es solo un edificio; es un poema tallado en piedra, un testimonio vivo de un pasado vibrante. Su silueta, recortada contra el horizonte, evoca nostalgia, pero también fuerza. Es un recordatorio de que, aunque el mundo cambie, algunas cosas se niegan a desaparecer.
El Nacimiento de un Ícono: 1887, el Corazón de Gessler
Corría el año 1887 cuando la estación de Gessler abrió sus puertas al mundo. Erigida en el departamento San Jerónimo, esta construcción imponente fue mucho más que un punto de paso: fue el latido de un pueblo. Sus angostas vías, como venas de acero, conectaban Gálvez con el empalme San Carlos y, en otra dirección, Gessler con Coronda. La estación era el alma de la comunidad, un lugar donde convergían sueños, despedidas y reencuentros.
Cuentan los ancianos, con ojos brillantes de nostalgia, que la locomotora que la visitaba era pequeña, de trocha angosta, casi entrañable. Una vez, en un acto de rebeldía, se salió de sus rieles, pero no llegó lejos. Maquinistas y pasajeros, como una gran familia, unieron sus fuerzas para devolverla a su camino. Era una escena digna de un poema épico: hombres y mujeres, sudor en la frente, trabajando codo a codo mientras la locomotora, humeante y ansiosa, parecía agradecer el esfuerzo. Cada viaje era una odisea, cada llegada, una celebración.
Días de Bullicio y Vida: La Estación en su Apogeo

Por siete décadas, la estación de Gessler fue un hervidero de vida. El silbato del tren anunciaba la llegada de pasajeros, parientes que se abrazaban, curiosos que se asomaban a ver el espectáculo. Las plataformas vibraban con risas, llantos, promesas y despedidas. Había algo mágico en el aire: el humo de la locomotora se mezclaba con los sueños de quienes pasaban por allí, creando un tapiz de historias que aún resuenan en los muros de la estación.
Era un lugar donde el tiempo parecía detenerse. Un beso robado en un rincón, una carta que nunca llegó, un adiós que se perdió en el viento. La estación era testigo silencioso de todo: amores fugaces, reencuentros imposibles y partidas que rompían el corazón. Pero también era un lugar de esperanza, donde cada tren traía la posibilidad de algo nuevo.
El Silencio del Abandono: Cuando los Trenes Dejaron de Llegar

Pero el destino, caprichoso y cruel, tenía otros planes. Un día, el tren no llegó. Ni ese día, ni el siguiente, ni nunca más. La estación, que había sido el corazón palpitante de Gessler, quedó sumida en un silencio ensordecedor. Lo peor estaba por venir: un día frío, alguien arrancó los rieles y durmientes, como si quisieran borrar su historia. En su lugar, construyeron un camino de asfalto, frío e impersonal, que parecía burlarse de lo que alguna vez fue.
Los muros de la estación, sin embargo, se negaron a rendirse. Aunque los trenes desaparecieron, los recuerdos se quedaron. En cada grieta, en cada ladrillo desgastado, anidan historias: un beso que no fue, un padre que nunca regresó, un adiós que se desvaneció. La estación, como un poeta que escribe en la penumbra, sigue contando su verdad.
Un Legado que Perdura: Los Niños y las Nuevas Historias
Gessler no ha olvidado a su estación. Lejos de abandonarla, el pueblo la abraza como parte de su identidad. Los niños corren a su alrededor, llenando el aire con risas que reemplazan el silbato del tren. Las familias se reúnen en sus alrededores, compartiendo mates y charlas bajo el sol de la tarde. Los amigos se juntan a sus pies, creando nuevos recuerdos, mientras los fotógrafos la convierten en el lienzo de sus obras maestras.
En las escuelas, los maestros cuentan historias de la estación a los más pequeños. Les hablan de los trenes, de los pasajeros, de los días en que Gessler era un cruce de caminos. Les enseñan a quererla, a valorarla, a verla no como un montón de ladrillos, sino como un símbolo de resistencia y amor. La estación, aunque ya no recibe trenes, sigue cumpliendo su misión: unir a las personas.
La Estación de Gessler Resiste: Un Símbolo Inmortal

La vieja estación de Gessler no es solo un edificio; es un faro de memoria, un poema épico escrito en piedra y tiempo. A pesar del abandono, de los rieles arrancados y del paso implacable de los años, ella se mantiene en pie, desafiante, como un guerrero que se niega a caer. Es un recordatorio de que las cosas importantes, las que tocan el alma, no mueren nunca.
Cada grieta en sus muros cuenta una historia. Cada rayo de sol que la ilumina es un homenaje a su legado. La estación de Gessler no solo resiste: inspira. Invita a los viajeros, a los soñadores, a los poetas, a detenerse y escuchar. Porque en su silencio, hay vida. En su soledad, hay comunidad. En su pasado, hay futuro.
Visita la estación de Gessler: Donde la Historia Cobra Vida
Si alguna vez pasas por la Ruta 6, detente en Gessler. Busca la vieja estación, párate frente a ella y déjate envolver por su magia. Toca sus muros, cierra los ojos y escucha las historias que susurra el viento. La estación de Gessler no es solo un lugar; es un sentimiento, un pedazo de historia que sigue vivo en el corazón de un pueblo.
La vieja estación resiste. La vieja estación no muere.
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Por Rafa Theller
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